Andrés Parra, el campesino del Meta que se desangró por la falta de un hospital
En esta región, olvidada históricamente por el Estado colombiano, no hay escuelas, hospitales, ni autoridades.
Jimmy Parra es un hombre de sonrisa franca y amabilidad conmovedora. Anda con un poncho colorido y su cachucha de las “mil batallas” con la que resiste las inestables lluvias y el potente sol del municipio de Uribe, en el norte del departamento del Meta, una zona que fue el corazón de las operaciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), en los años que soñaban con tomarse el poder en Colombia.
Este agricultor colombiano creció allí, en la vereda del Duda, junto a su hermano Andrés Parra. Se trata de un territorio muy singular donde no hay carreteras, hospitales, escuelas, servicios públicos, ni autoridades. Pese a eso huele a vida, se escuchan pájaros cantar y el rumor del agua al chocar contra las rocas y acariciar las plantas. También se ven zonas en la tierra que dan testimonio de las cicatrices de la guerra.
Jimmy Parra habló sobre su infancia en la región junto a su hermano Andrés Parra. Fueron años donde la muerte y la desaparición se volvieron parte del paisaje, al igual que los ladridos de los perros, los silbidos de las ametralladoras, las ordenes de guerra, los gritos de pánico y el murmullo del andar de las mulas, animales que aún hoy resultan vitales para los campesinos, pues cada vereda se encuentra a 11 horas de distancia.
Infierno Verde
Los hermanos Parra fueron creciendo al lado a sus cultivos de alverja y frijol, animales y ríos de aguas cristalinas que parecían lavar las heridas de la guerra, producidas en los campos, por los aviones del Estado que surcaban el cielo para lanzar bombas o ráfagas de ametralladora a las columnas guerrilleras.
El norte del Meta está integrado por siete veredas, rodeadas de miles de kilómetros de un imponente ecosistema, atravesado por el páramo de Sumapaz, donde los insurgentes tajaron el paisaje abriendo caminos para huir y esconderse del alcance de las Fuerzas Militares.
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Son trochas que dejan la espalda, las rodillas y los tobillos hechos añicos, pues resulta muy fácil caer y accidentarse. "Cuídense los pies", advirtió un campesino mientras cruzábamos en mula. Al ver mi cara de cansancio agregó: "En esta región no está permitido lastimarse porque no hay quién le ayude a uno".
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Charcos de sangre
Con el transcurso de los años, solamente Jimmy Parra sobrevivió. Este orgulloso campesino de estatura mediana, piel morena, ojos claros y barba oscura parece feliz a pesar de su azaroso destino, una cercanía con la muerte y la tragedia a la que siempre le ha huido, pero que un día alcanzó a su hermano, Andrés Parra.
"Mi hermano compró una finca en la vereda de Tambos tras muchos años de esfuerzo y trabajo. Como aquí las casas se hacen de madera, le pagó a un aserrador para construirla. Dos días después se fue para el aserradero, sobre las 6:30 p.m., me llegó la noticia de que Andrés estaba muy mal porque se había quitado un pie con una motosierra mientras cortaba madera", señaló con un dejo de tristeza sobre un hecho que ocurrió hace cuatro meses.
Después de algunas horas de camino Jimmy llegó a la zona donde estaba Andrés, lo encontró blanco, moribundo y tirado sobre una improvisada camilla mientras agonizaba, había dejado varios charcos de sangre en el camino, al intentar arrastrarse por el campo buscando ayuda. Era su vida marchitándose entre el pasto del lugar.
“La motosierra se le quedó agarrada a la piel por 20 minutos hasta que terminó por quitarle el piecito", añadió.
Después de 20 horas de camino por entre las trochas, cargando a Andrés para dejarlo en una ambulancia que lo llevaría a un hospital, este joven perdió la batalla en el Alto de los Mortiños, a una hora del lugar donde esperaban para socorrerlo.
“A pesar de que intentamos coordinarnos por walkie-talkies con nuestros demás amigos para sacar a mi hermano, una vez comenzamos a entrar al Tambo, ya ni siquiera sangraba", dijo.
"Él decía: "llévenme rápido", pero mientras cruzábamos la montaña, que parecía hacerse más larga, por el lado de una peña me llamó, me miró a los ojos y yo pensé: "mi hermano se me va a morir". Cuarenta minutos después falleció", explicó Jimmy con voz entrecortada.
Los campesinos que intentaron salvar la vida de Andrés se miraron desconsolados tras la muerte de su compañero. Sostenían sobre sus hombros una rabia antigua, histórica. Algunos lloraron y otros guardaron silencio, eran hombres de pocas palabras y grandes sufrimientos.
"La verdad nosotros sufriendo estas cosas ya no nos sentimos metenses ni colombianos", me contó el campesino Alberto González con un hilo de rabia en la voz. "Acá lo único que hay es olvido y promesas vacías. Lo del Acuerdo de Paz se quedó en veremos".
Los de abajo
En la actualidad Jimmy Parra cría a su hijo junto a su mujer. Se trata de un niño inquieto y juguetón que llamaron Neymar. Todos viven en una casa de latas y madera donde cocinan con leña y hace un frío aterrador. Cuando uno entra a su hogar lo primero que se ve es un almanaque de la Farc, un radio que casi no funciona y varias velas para iluminarse en la noche.
Desde ese espacio recuerda a Andrés Parra. Sueña con que su hijo tenga un mejor destino que el que ellos vivieron pero no está seguro de que la paz sea posible o que al Estado les interese generar un cambio real en la zona donde hay presencia de las disidencias de las Farc.
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Finalmente, a pesar de décadas del conflicto en Colombia, que dejó 240.000 muertos y ocho millones de víctimas y que esta región sea la que puso la cuota de sangre más alta, Jimmy y sus compañeros no pierden la esperanza y la fe en la vida.
Por esa razón, actualmente muchos de ellos trabajan con un grupo llamado Arcaduda, un colectivo de reincorporados de las Farc y campesinos que, apoyados por la embajada británica y noruega, buscan convertir a esa región en potencia nacional a nivel agropecuario y, de esa manera, recuperar el lugar que la guerra les quitó y que hoy, aún después de la firma del Acuerdo de Paz, los deja más llenos de incertidumbres que de certezas.